Luis Núñez Ladevéze
Catedrático de Periodismo, Periodista, Licenciado
en Derecho, miembro de La Federación Internacional de Periodistas y
Escritores de Turismo, FIJET
Si algún río merece el calificativo
de “europeo”, el Danubio. Viajando desde la Selva Negra por la zona de su
cuenca se puede observar, tras las variaciones, la persistencia de un estilo
homogéneo que impregna el itinerario. Desde Múnich a Bucarest, da igual que se
pase por Viena, por Budapest o por Bratislava, el viajero observa una tonalidad
urbanística que expresa un mismo aire de familia. Subyace a los contrastes que
se observan en la amplia zona de influencia del río. La pauta se advierte
incluso más allá, tras dejar Zagreb. Si se prosigue el trayecto en arco para
recorrer la costa adriática se reproduce por la península de Istria hasta
Dubrovnik.
Desde Múnich a Bucarest,
da igual que se pase por Viena,
por Budapest o por Bratislava, el viajero
observa una tonalidad urbanística
que expresa un mismo aire de
familia
El rasgo que unifica ese territorio empapado por
los cauces que engrosan al Danubio y llega al Adriático oriental, es compatible
con la quebradiza discontinuidad geográfica. Es un modelo urbanístico que
sobrevive a la renovación tecnológica, a los trastornos ideológicos, a las
desventuras bélicas, a los conflictos del nacionalismo, a la planificación
municipal y al activo hormigueo comercial. Se nota también en las incitaciones al
turismo. No remite a la permanencia de las muestras cristianas que en esta zona
dan sentido profundo a la unidad europea, ni se refiere al esplendor del
patrimonio transmitido por la Europa imperial o a cuanto permite comprender lo
que significó para los habitantes de esta zona que medio milenio antes hubieron
de contener al Turco. Parte del interés del viajante por esos monumentos puede
entenderse como un valor histórico o de museo. Pero esa común fisonomía de la
que hablo es actual, no se limita a admirar las joyas imperecederas de una
tradición compartida.
Personalmente advertimos un esfuerzo para
conservar un sentido estético que se manifiesta vigente, activo, en el mundillo
cotidiano; un rastro arquitectónico y artístico que aloja el ajetreo diario por
donde se pase. Es la obra urbana del imperio austrohúngaro. No es que se hayan
preservado sus monumentos para recuerdo de una época pasada. Es que la vida
callejera se nutre renovando ese paisaje de la ciudad sin desfigurarlo. Ahora convive
con otros modos y estilos surgidos posteriormente para formar una combinación
que forma parte del presente. Pero sus instalaciones constituyen el decorado al
que se confía la capacidad para atraer al visitante. Sobreviven como referencia
principal a pesar de los cambios de hábitos y costumbres. Trascienden un valor
documental, monumental o histórico. Forman parte del paisaje ordinario. Sean o
no destacadas en las guías y los folletos para información del viajero, se
aprecian porque sirven de contorno a la actividad ordinaria. De una ciudad a
otra, los regidores locales coinciden en enlucir estas señas características del
espacio confiado a su cuidado. La coincidencia en esa tarea explica que en toda
esta zona del centroeuropeo mediterráneo predomine un mismo criterio acerca de
lo que merece conservarse para alojamiento de la vida municipal.
Lo que se percibe de esa tarea de ordenación de la
ciudad no difiere mucho de la que se realiza en otras partes del occidente o
del norte europeos. La labor de destacar las creaciones más significativas de
la memoria particular, comunica con una tradición europea común. Si los rasgos
son similares es porque se cimentan sobre la transmisión de un mismo testimonio
civilizador. Pero la particularidad centroeuropea ilustra además una forma
especifica de socialización del espacio metropolitano. Es el cuidado con que se
procura que la restauración responda a un plan que compatible con la
conservación.
Sin necesidad de recurrir a formas retóricas, el
centro europeo meridional se distingue por la impronta que dejó el período
austrohúngaro. Hemos recorrido estas regiones con ocasión de los congresos
celebrados por la FIJET en Croacia, Eslovenia, Hungría, Rumanía y en otros viajes
por Austria y Alemania. La convergencia de estas regiones se manifiesta en
trazos en el enlucido de las calles y la adecuación del inmobiliario imperiales.
Es el escenario que acoge la vitalidad urbana. Si el individuo habla en una lengua
que no ha creado, también convive en un hábitat que le han transmitido y que se
procura mantener. Ese marco de la convivencia se centra en la actualización y
el mantenimiento del entorno aburguesado de aquella época. Más allá de que se
conciba como espacio memorable, forma parte de los planes de ordenación
municipal. Si la ciudad es un gran aposento colectivo, no solo se cuida en esta
vasta región un legado, se vive en su interior, es un recinto vivido. El
viajero capta, sin necesidad de que se lo indiquen, que esa atención tiene el
sentido inconfeso de asegurar un proyecto culturalmente uniforme en un espacio
geográfico que dista de serlo.
Si la ciudad es un gran aposento colectivo, no
solo se cuida en esta vasta región un legado,
se vive en su interior, es un recinto vivido
Más que admirar o recrearse en las huellas de un
pasado ajeno, el viajero transita por ese hábitat como parte del presente. Es
la identidad alimentada por el espacio urbano lo que se percibe como un aroma
constante, allá donde vaya, en las fachadas encaladas, en el revestimiento de
las calles, en su iluminación nocturna, en el alumbrado de los monumentos que
se consideran principales, en la selección de indicadores que prescriben los
lugares a los que dirigir la vista o que se deben visitar, en la información de
los carteles callejeros y las recomendaciones turísticas.
Cualquiera que sea la ciudad que visitemos durante
este trayecto danubiano, al atender los motivos para que centremos la atención
en un jardín, una estatua, una u otra muestra arquitectónica, una avenida, una
plaza, un barrio, advertimos el signo de una sobria elegancia. A través de las
diferencias, los principales reclamos participan de esa unitaria apelación. De Viena
a Zagreb, se extiende luego por la orilla adriática, de Opatija a Dubrovnik.
Los hoteles de lujo, los paseos costeros, las referencias termales, todo rezuma
la creatividad de una época. A poco que se posea algo de sensibilidad y de conocimiento,
nos abandonamos a la idea de que una de las más lamentables consecuencias de la
Primera y la Segunda guerras mundiales fue el fraccionamiento de esta vieja
Europa austrohúngara que, a pesar de todo, sobrevive hoy en las semblanzas de
su arquitectura. Si el viajero lee el lenguaje que se desprende de la labor
municipal y vecinal, comprende que aquí y allá sirve al mantenimiento de este
ambiente del imperio que evoca y retiene la identidad de ese pasado y la proyecta
al presente. Todo ese esfuerzo de ligar a la vida cotidiana la conservación del
espacio urbano tiene un valor que principalmente puede servir a nutrir de
sentido el incierto sentimiento de la unidad europea.
Por eso, el viajero puede llegar a sentirse
confundido. Repara, por un lado, en las fronteras artificiosas que distribuyen
diferencias nacionales, unos son alemanes, otros checos o eslovacos, luego los
húngaros, otros, rumanos, eslovenos, montenegrinos, croatas o vaya usted a
saber qué. Por otro, la continua comprobación de signos que expresan una
intencionalidad común, como la convergencia de los modelos arquitectónicos, la
amplitud de una misma pauta que rezuma de una ciudad a otra, formas similares
de concebir la vida metropolitana, señales que indican la resistencia histórica
frente a un mismo peligro oriental, la constante manifestación de continuidad de
la decoración urbana, y, sobre todo, la percepción de una historia compartida
que subyace tras las diferencias topográficas… La repetición del escenario
invita al viajero a recelar de que la pasión por las identidades nacionales no proceda,
al menos en esta zona de la vieja Europa cristiana renacida como Comunidad
Europea, del arrebato de sentimientos y afanes aleatorios. Lo que se capta en
ese periplo es una continuación de indicios que tienen que ver mucho más con
los sustratos de un poso anterior que con los trazados que deslindan
actualmente unos países de otros. Por poco que se reflexione sobre los testimonios
que se van encontrando durante el viaje, se nota cómo predomina la contigüidad
del imperio sobre las variantes artificiosas del nacionalismo. Esta afinidad de
la inspiración ornamental o artística impregna la obra civil de una ciudad a
otra, reproduce la aspiración de un cosmopolitismo que mantiene su propia
identidad por encima o por debajo de las pretensiones nacionalistas.
La repetición del escenario invita al viajero
a recelar de que la pasión por las identidades
nacionales no proceda (…) del arrebato de
sentimientos y afanes
aleatorios
Cuando el viajero se detiene en Karlovy Vary para
visitar los edificios o lugares que frecuentaron, Kafka, Wagner, Chopin frente
al hotel Pupp; o se traslada a Marianké al recordar que fue Goethe con su Elegía
a Marienbad quien anticipó a Alain Resnais la idea de convertir a este
balneario donde se instaló el emperador Francisco José, en el símbolo
cinematográfico del esplendor y la decadencia europea … las evocaciones
confluyen en ese ambiente definido por el imperio austrohúngaro en el sur del centro
de Europa, cimentado desde una honda historia de resistencias ante los
invasores orientales y de creaciones irrepetibles del espíritu. Ahí se
comunican desde las cruces de las iglesias croatas, las murallas de Dubrovnik,
las esculturas sobre el Moldava, el parlamento de Budapest, hasta los
monasterios de la Bukovina y las leyendas transilvanas.
¿Qué valor añadido puede tener la “identidad nacional”
para que se la reclame por encima de cualquier otra, se exija o se pague un
precio desmesurado de controversia, cuando no de dolor y de sangre? No es un
conjunto de sentimientos lo que mueve o incita a exigirla, a enfrentar a unos y
a otros en su nombre sin significado, sino lo que se promueve para que sirva de
cobertura, de argumento o de justificación a ese reclamo. El valor añadido no
es la integración nacional que no padece ni se resiente mientras se pueden
ejercitar los derechos personales, es la obsesión de la ambición de poder por configurarse
como Estado, como centro político que limita, decide y coarta la vida en
sociedad y las relaciones ajenas.
Todo parece apuntar a que la aparición de
estos trastornos implica una desintegración
de la personalidad, que se da en el
conocimiento (…) y en la
afectividad (…)
Esta experiencia viajera me lleva a la reflexión
sobre la relatividad del sentido de la noción de identidad. La gestión de la
identidad tiene muchas fuentes. Toda persona nace en una familia, se relaciona
con amigos, cohabita en una vecindad, aprende en un colegio, vive en un
entorno, convive en una ciudad, transita en una comarca, que a la vez se
relaciona con otras regiones o se
incluye en alguna de ellas, se socializa
compartiendo sentimientos, lengua, costumbres, antepasados, una historia de
participación afectiva y cultural. Una patria puede ser la expresión que
aglutine todas estas relaciones de densidad muy variable. Tiene algo de
misterioso que se aluda al nacionalismo como si la nación hubiera de ejercer la
función de constituyente principal donde arraiga una identidad múltiple. A
veces ni siquiera hay una historia en la que cimentarla. A veces la hay, o
coincide con otros factores en la gestación histórica del Estado. En las
ilustres sociedades avanzadas de la Europa central son tantos los factores que
coexisten en la formación de identidades variables, que la misma noción se
torna un concepto fluido, resbaladizo, por lo que la absorbente apelación al
nacionalismo solo se explica porque la pretensión de escindirse como Estado
satisface el afán de poder de los que se proclaman nacionalistas. El lugar, la comarca,
la cohabitación en el espacio público urbano, una población, una plaza, un
jardín, un parque, son formas diferentes más sustantivas que la nación de
sentir la convivencia de unos junto a otros. Ahí se fragua principalmente la identidad
social. Las discontinuidades urbanas no borran en ese recorrido por el centro
europeo la huella de una forma común de consolidar identidades que se
manifiesta mas que en la naturaleza, en el paisaje urbano. Algo transcurrió en
esta zona que aglutinó los gérmenes de una historia conjunta. Se exhiben de
modo natural en la tarea colectiva de mantener el diseño de una fisonomía
ciudadana, el cuidado de ese espacio público, la promoción de un estilo
identificable a primera vista que dan a estas ciudades, a través de su trazado
y de sus monumentos, un mismo aire de familia.
Por algunos artículos sobre la cultura islámica en
el área mediterránea, principalmente el publicado en Cuenta y Razón con el
título de Casablanca, recibí inesperadamente el premio Marco Polo, que concede
la Federación Internacional de Escritores y Periodistas de Turismo (FIJET),
asociación a la que pertenezco desde hace varios años. Los patrocinadores
tuvieron la amabilidad de invitarme a recoger el premio en Zagreb, pues fue la
federación croata la encargada de organizar la ceremonia de la entrega. Me
alojé en el hotel Esplanade, mundialmente reconocido por estar junto a la
estación donde paraba el famoso Orient Express que comunicaba París con Estambul
cuando los vuelos regulares no estaban suficientemente evolucionados como para
ser alternativa al viaje en ferrocarril. En ese tren discurre la conocida
novela de Ágatha Christie Asesinato en el Orient Express tantas veces llevada
al cine y representada en teatros de todo el mundo. Fue la disputa que se
generó en torno a si el navegante veneciano, nacido en Kursola cuando la isla
formaba parte del ducado de Venecia, era más croata que italiano o más italiano
que croata lo que me llevó a reflexionar sobre el rescoldo común de esa zona
europea que yo he creído ver encarnado en el legado del imperio austrohúngaro.
La inefable discusión sobre si Marco Polo era entonces veneciano cuando ahora
pasa por croata ilustra bien mi desconcierto.