miércoles, 9 de diciembre de 2015

¿Es Marco Polo Croata o Veneciano?

Luis Núñez Ladevéze 
Catedrático de Periodismo, Periodista, Licenciado en Derecho, miembro de La Federación Internacional de Periodistas y Escritores de Turismo, FIJET



Si algún río merece el calificativo de “europeo”, el Danubio. Viajando desde la Selva Negra por la zona de su cuenca se puede observar, tras las variaciones, la persistencia de un estilo homogéneo que impregna el itinerario. Desde Múnich a Bucarest, da igual que se pase por Viena, por Budapest o por Bratislava, el viajero observa una tonalidad urbanística que expresa un mismo aire de familia. Subyace a los contrastes que se observan en la amplia zona de influencia del río. La pauta se advierte incluso más allá, tras dejar Zagreb. Si se prosigue el trayecto en arco para recorrer la costa adriática se reproduce por la península de Istria hasta Dubrovnik.


Desde Múnich a Bucarest,
da igual que se pase por Viena,
por Budapest o por Bratislava, el viajero
observa una tonalidad urbanística
que expresa un mismo aire de familia


El rasgo que unifica ese territorio empapado por los cauces que engrosan al Danubio y llega al Adriático oriental, es compatible con la quebradiza discontinuidad geográfica. Es un modelo urbanístico que sobrevive a la renovación tecnológica, a los trastornos ideológicos, a las desventuras bélicas, a los conflictos del nacionalismo, a la planificación municipal y al activo hormigueo comercial. Se nota también en las incitaciones al turismo. No remite a la permanencia de las muestras cristianas que en esta zona dan sentido profundo a la unidad europea, ni se refiere al esplendor del patrimonio transmitido por la Europa imperial o a cuanto permite comprender lo que significó para los habitantes de esta zona que medio milenio antes hubieron de contener al Turco. Parte del interés del viajante por esos monumentos puede entenderse como un valor histórico o de museo. Pero esa común fisonomía de la que hablo es actual, no se limita a admirar las joyas imperecederas de una tradición compartida.

Personalmente advertimos un esfuerzo para conservar un sentido estético que se manifiesta vigente, activo, en el mundillo cotidiano; un rastro arquitectónico y artístico que aloja el ajetreo diario por donde se pase. Es la obra urbana del imperio austrohúngaro. No es que se hayan preservado sus monumentos para recuerdo de una época pasada. Es que la vida callejera se nutre renovando ese paisaje de la ciudad sin desfigurarlo. Ahora convive con otros modos y estilos surgidos posteriormente para formar una combinación que forma parte del presente. Pero sus instalaciones constituyen el decorado al que se confía la capacidad para atraer al visitante. Sobreviven como referencia principal a pesar de los cambios de hábitos y costumbres. Trascienden un valor documental, monumental o histórico. Forman parte del paisaje ordinario. Sean o no destacadas en las guías y los folletos para información del viajero, se aprecian porque sirven de contorno a la actividad ordinaria. De una ciudad a otra, los regidores locales coinciden en enlucir estas señas características del espacio confiado a su cuidado. La coincidencia en esa tarea explica que en toda esta zona del centroeuropeo mediterráneo predomine un mismo criterio acerca de lo que merece conservarse para alojamiento de la vida municipal.


Lo que se percibe de esa tarea de ordenación de la ciudad no difiere mucho de la que se realiza en otras partes del occidente o del norte europeos. La labor de destacar las creaciones más significativas de la memoria particular, comunica con una tradición europea común. Si los rasgos son similares es porque se cimentan sobre la transmisión de un mismo testimonio civilizador. Pero la particularidad centroeuropea ilustra además una forma especifica de socialización del espacio metropolitano. Es el cuidado con que se procura que la restauración responda a un plan que compatible con la conservación.

Sin necesidad de recurrir a formas retóricas, el centro europeo meridional se distingue por la impronta que dejó el período austrohúngaro. Hemos recorrido estas regiones con ocasión de los congresos celebrados por la FIJET en Croacia, Eslovenia, Hungría, Rumanía y en otros viajes por Austria y Alemania. La convergencia de estas regiones se manifiesta en trazos en el enlucido de las calles y la adecuación del inmobiliario imperiales. Es el escenario que acoge la vitalidad urbana. Si el individuo habla en una lengua que no ha creado, también convive en un hábitat que le han transmitido y que se procura mantener. Ese marco de la convivencia se centra en la actualización y el mantenimiento del entorno aburguesado de aquella época. Más allá de que se conciba como espacio memorable, forma parte de los planes de ordenación municipal. Si la ciudad es un gran aposento colectivo, no solo se cuida en esta vasta región un legado, se vive en su interior, es un recinto vivido. El viajero capta, sin necesidad de que se lo indiquen, que esa atención tiene el sentido inconfeso de asegurar un proyecto culturalmente uniforme en un espacio geográfico que dista de serlo.

Si la ciudad es un gran aposento colectivo, no
solo se cuida en esta vasta región un legado,
se vive en su interior, es un recinto vivido

Más que admirar o recrearse en las huellas de un pasado ajeno, el viajero transita por ese hábitat como parte del presente. Es la identidad alimentada por el espacio urbano lo que se percibe como un aroma constante, allá donde vaya, en las fachadas encaladas, en el revestimiento de las calles, en su iluminación nocturna, en el alumbrado de los monumentos que se consideran principales, en la selección de indicadores que prescriben los lugares a los que dirigir la vista o que se deben visitar, en la información de los carteles callejeros y las recomendaciones turísticas.

Cualquiera que sea la ciudad que visitemos durante este trayecto danubiano, al atender los motivos para que centremos la atención en un jardín, una estatua, una u otra muestra arquitectónica, una avenida, una plaza, un barrio, advertimos el signo de una sobria elegancia. A través de las diferencias, los principales reclamos participan de esa unitaria apelación. De Viena a Zagreb, se extiende luego por la orilla adriática, de Opatija a Dubrovnik. Los hoteles de lujo, los paseos costeros, las referencias termales, todo rezuma la creatividad de una época. A poco que se posea algo de sensibilidad y de conocimiento, nos abandonamos a la idea de que una de las más lamentables consecuencias de la Primera y la Segunda guerras mundiales fue el fraccionamiento de esta vieja Europa austrohúngara que, a pesar de todo, sobrevive hoy en las semblanzas de su arquitectura. Si el viajero lee el lenguaje que se desprende de la labor municipal y vecinal, comprende que aquí y allá sirve al mantenimiento de este ambiente del imperio que evoca y retiene la identidad de ese pasado y la proyecta al presente. Todo ese esfuerzo de ligar a la vida cotidiana la conservación del espacio urbano tiene un valor que principalmente puede servir a nutrir de sentido el incierto sentimiento de la unidad europea.

Por eso, el viajero puede llegar a sentirse confundido. Repara, por un lado, en las fronteras artificiosas que distribuyen diferencias nacionales, unos son alemanes, otros checos o eslovacos, luego los húngaros, otros, rumanos, eslovenos, montenegrinos, croatas o vaya usted a saber qué. Por otro, la continua comprobación de signos que expresan una intencionalidad común, como la convergencia de los modelos arquitectónicos, la amplitud de una misma pauta que rezuma de una ciudad a otra, formas similares de concebir la vida metropolitana, señales que indican la resistencia histórica frente a un mismo peligro oriental, la constante manifestación de continuidad de la decoración urbana, y, sobre todo, la percepción de una historia compartida que subyace tras las diferencias topográficas… La repetición del escenario invita al viajero a recelar de que la pasión por las identidades nacionales no proceda, al menos en esta zona de la vieja Europa cristiana renacida como Comunidad Europea, del arrebato de sentimientos y afanes aleatorios. Lo que se capta en ese periplo es una continuación de indicios que tienen que ver mucho más con los sustratos de un poso anterior que con los trazados que deslindan actualmente unos países de otros. Por poco que se reflexione sobre los testimonios que se van encontrando durante el viaje, se nota cómo predomina la contigüidad del imperio sobre las variantes artificiosas del nacionalismo. Esta afinidad de la inspiración ornamental o artística impregna la obra civil de una ciudad a otra, reproduce la aspiración de un cosmopolitismo que mantiene su propia identidad por encima o por debajo de las pretensiones nacionalistas.

La repetición del escenario invita al viajero
a recelar de que la pasión por las identidades
nacionales no proceda (…) del arrebato de
sentimientos y afanes aleatorios

Cuando el viajero se detiene en Karlovy Vary para visitar los edificios o lugares que frecuentaron, Kafka, Wagner, Chopin frente al hotel Pupp; o se traslada a Marianké al recordar que fue Goethe con su Elegía a Marienbad quien anticipó a Alain Resnais la idea de convertir a este balneario donde se instaló el emperador Francisco José, en el símbolo cinematográfico del esplendor y la decadencia europea … las evocaciones confluyen en ese ambiente definido por el imperio austrohúngaro en el sur del centro de Europa, cimentado desde una honda historia de resistencias ante los invasores orientales y de creaciones irrepetibles del espíritu. Ahí se comunican desde las cruces de las iglesias croatas, las murallas de Dubrovnik, las esculturas sobre el Moldava, el parlamento de Budapest, hasta los monasterios de la Bukovina y las leyendas transilvanas.

¿Qué valor añadido puede tener la “identidad nacional” para que se la reclame por encima de cualquier otra, se exija o se pague un precio desmesurado de controversia, cuando no de dolor y de sangre? No es un conjunto de sentimientos lo que mueve o incita a exigirla, a enfrentar a unos y a otros en su nombre sin significado, sino lo que se promueve para que sirva de cobertura, de argumento o de justificación a ese reclamo. El valor añadido no es la integración nacional que no padece ni se resiente mientras se pueden ejercitar los derechos personales, es la obsesión de la ambición de poder por configurarse como Estado, como centro político que limita, decide y coarta la vida en sociedad y las relaciones ajenas.

Todo parece apuntar a que la aparición de
estos trastornos implica una desintegración
de la personalidad, que se da en el
conocimiento (…) y en la afectividad (…)

Esta experiencia viajera me lleva a la reflexión sobre la relatividad del sentido de la noción de identidad. La gestión de la identidad tiene muchas fuentes. Toda persona nace en una familia, se relaciona con amigos, cohabita en una vecindad, aprende en un colegio, vive en un entorno, convive en una ciudad, transita en una comarca, que a la vez se relaciona con otras regiones o se
incluye en alguna de ellas, se socializa compartiendo sentimientos, lengua, costumbres, antepasados, una historia de participación afectiva y cultural. Una patria puede ser la expresión que aglutine todas estas relaciones de densidad muy variable. Tiene algo de misterioso que se aluda al nacionalismo como si la nación hubiera de ejercer la función de constituyente principal donde arraiga una identidad múltiple. A veces ni siquiera hay una historia en la que cimentarla. A veces la hay, o coincide con otros factores en la gestación histórica del Estado. En las ilustres sociedades avanzadas de la Europa central son tantos los factores que coexisten en la formación de identidades variables, que la misma noción se torna un concepto fluido, resbaladizo, por lo que la absorbente apelación al nacionalismo solo se explica porque la pretensión de escindirse como Estado satisface el afán de poder de los que se proclaman nacionalistas. El lugar, la comarca, la cohabitación en el espacio público urbano, una población, una plaza, un jardín, un parque, son formas diferentes más sustantivas que la nación de sentir la convivencia de unos junto a otros. Ahí se fragua principalmente la identidad social. Las discontinuidades urbanas no borran en ese recorrido por el centro europeo la huella de una forma común de consolidar identidades que se manifiesta mas que en la naturaleza, en el paisaje urbano. Algo transcurrió en esta zona que aglutinó los gérmenes de una historia conjunta. Se exhiben de modo natural en la tarea colectiva de mantener el diseño de una fisonomía ciudadana, el cuidado de ese espacio público, la promoción de un estilo identificable a primera vista que dan a estas ciudades, a través de su trazado y de sus monumentos, un mismo aire de familia.


Por algunos artículos sobre la cultura islámica en el área mediterránea, principalmente el publicado en Cuenta y Razón con el título de Casablanca, recibí inesperadamente el premio Marco Polo, que concede la Federación Internacional de Escritores y Periodistas de Turismo (FIJET), asociación a la que pertenezco desde hace varios años. Los patrocinadores tuvieron la amabilidad de invitarme a recoger el premio en Zagreb, pues fue la federación croata la encargada de organizar la ceremonia de la entrega. Me alojé en el hotel Esplanade, mundialmente reconocido por estar junto a la estación donde paraba el famoso Orient Express que comunicaba París con Estambul cuando los vuelos regulares no estaban suficientemente evolucionados como para ser alternativa al viaje en ferrocarril. En ese tren discurre la conocida novela de Ágatha Christie Asesinato en el Orient Express tantas veces llevada al cine y representada en teatros de todo el mundo. Fue la disputa que se generó en torno a si el navegante veneciano, nacido en Kursola cuando la isla formaba parte del ducado de Venecia, era más croata que italiano o más italiano que croata lo que me llevó a reflexionar sobre el rescoldo común de esa zona europea que yo he creído ver encarnado en el legado del imperio austrohúngaro. La inefable discusión sobre si Marco Polo era entonces veneciano cuando ahora pasa por croata ilustra bien mi desconcierto.